Dicen que para conocer una ciudad hay que vistar el mercado, la estación del ferrocarril y el cementerio.
En Rabat el cementerio es espectacular. Situado frente al mar, por encima de la medina y al lado de la kasbah de los Oudayas. Inmenso, ocupa toda la ladera de la colina y al fondo el faro francés y el Atlántico.
Es un lugar mágico para ir a pasear entre las tumbas y meditar sobre la relatividad de la vida.
Hacia medidodía se pueden ver los entierros. Solo hombres callados acompañando al finado en su último viaje. No hay ataudes y el cadáver, una vez lavado conforme las abluciones rituales, es envuelto en sencillas sábanas blancas y colocado en el suelo con los pies hacia La Meca. No existen ceremonias complicadas y sobre la tumba solo se pronuncia una breves oraciones. Todas las tumbas son iguales, una discreta lápida sobre la tierra con un nombre, unas fechas y quizás una oración. En el cementerio no hay diferencias entre ricos y pobres. Al final, todos son iguales delante de Alá.
En los alrededore podremos comprobar que se venden botellas de agua de rosas que los familares compran para esparcirla sobre la tumba en un acto de cariño y recuerdo a sus antepasados.
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